Conectarse. Leer y buscar pistas musicales por doquier. Prender un cigarro, prender el reproductor... or whatsoever. Leer críticas y reseñas. Algunas carentes de sustancia: se alejan por completo de lo propiamente inherente de un disco para justificar la labor escritural de algún cabrón ocioso. Leer otras que parecen desentrañar una de las tantas verdades que un disco puede tener y sentir que no todo el ejercicio crítico es una bagatela. O bien, algunas otras que van más allá, y sugieren algo previamente desentrañado que uno fue incapaz de encontrar. Y es que la música, también, presupone un reto no sólo de cúmulo de conocimientos, datos, referentes y demás. No sólo eso. La música plantea retos de inteligencia sensible y estética.
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Todo se convierte en una dinámica difícil de alejar. Buscar, con esa mezcla de euforia adolescente e interés sensible, nuevos sonidos y nuevas creaciones que resulten evocadoras. Sí, inexorablemente evocadoras: que traigan algo a nuestra cabeza y a las fibras de nuestro cuerpo y las enerven; o bien, que evoquen aquellos seres y demonios necesarios en nuestra existencia. El momento de goce musical resulta un lujo difícil de prescindir en la vida. Y no sólo en esa manera moderna que le tiene terror a la soledad y busca en los reproductores portátiles un modo de evadirla. Imaginar un día sin poder gozar un pinche disco de esos que nomás no mandarías a la chingada (en la pura hueva de la casa) es difícil -igual como lo es obviar los momentos de lectura del día-. Durante una temporada me impuse el hábito de no escuchar música para ver qué pasaba: para no ahondar en las profundidades del lugar común y de la mamada, baste con decir que sentía que algo faltaba.
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No es difícil convertir el momento musical en un ritual (quizá por la pura remembranza de tiempos lejanos): sentarse, conectar los micrófonos (que, de preferencia, aíslen los ruidos externos), sacar el damn disco/acetato/cassette/archivo mp3/etc de su empaque y echarlo a andar y, como en pleno estado meditativo, entrar en otras capas de consciencia; llegar al concierto (para el que buscaste como idiota los boletos y después, con suerte, compraste) que tanto se esperaba y disfrutar de la penumbra que caracteriza a un escenario antes de que las luces anuncien la entrada de los cabrones a los que quieres ver y escuchar y ponerte a bailotear, como euterpe y terpsicore mandan.
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El punto es disfrutar... cada quién con su propia melodía. Sin pendejadas presuntuosas como acompañamiento (comunes y corrientes entre muchos "melómanos" esnob).
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Que sirva esta patraña como mi intro al Disco Rayado. Mientras, como sugerencia del chef, a sacarse los mocos al ritmo de:
y