"The Construct" estalla súbitamente en las bocinas: una ola tras otra de agresivas insinuaciones hacen de mi mente un despertar sobre el pavimento, en pantalla, al volante, a media guerra. Volteo y en la ventana no hay más que metralletas; los árboles del parque rugen y respiran color negro. Una voz solemne y grave me habla en la chocante lengua de los faros que en la noche mi rostro iluminan, no le entiendo nada y nada es lo que significa. Pronto se escurre su ausencia entre mis labios y en mi pensamiento crece no una flor sino una hermosa serie de piezas de acero que adornan el paisaje y lo vuelven mío... sólo mío. En el incesante martilleo del ensamblaje hay paz, hay armonía, hay ideas que en esencia son el puro aquí y ahora. Triunfal y libre, marcha sobre mi consciencia destruyendo cada muro, cada frágil visión en el espejo acribillada por su rifle, siempre apuntado al frente, al horizonte, al engañoso fondo iluminado de la penumbra que me llama. Disonancia como orden, asalto perpetuo del oído como única vitalidad. Dramáticamente acaba con un oxidado panorama trazado en ángulos definidos a la perfección, sobre sus hombros cargando mi mente entre suspiros electrónicos. Mountains Became Machines, dice mi reproductor de música. Lo apago y me voy a dormir. Sueño con la ciudad, y en ese sueño espero ansioso el día siguiente.
La hora me tiene sin cuidado. Hay sol y en mis oídos canta no sé quién con una cierta delicadeza masculina. La edición del audio es como de hace treinta años; se nota en ese leve crack que perennemente cruje al dar cada instrumento cualquier nota. La guitarra se desplaza con precisa lentitud sobre un plano de tranquilo misticismo y se hace romántica, sumergiéndome en un disfrutar puro. Es similar a una intoxicación extasiada donde todo ese sonido se hace uno, inseparable, indistinguible, bajo, batería, teclado, lo que sea, como sea, ya no importa más, ya no se oyen más. "Hazy Paradise" es exactamente eso, y nada. ¿Para qué quererlo? Está ahí, eternamente inaccesible... pero yo lo siento. No lo vivo, es imposible, pero sí puedo vislumbrarlo con la mente, con el corazón, con un tercer ojo, no lo sé. De cualquier manera es un esfuerzo inútil. Me dejo llevar, recreando aquellos tiempos en los que Jimi Hendrix se postraba frente al cielo y frente a nadie. Con la cabeza colgando al aire en cámara lenta, miro la fecha de la pieza. 2004. La banda es Ghost, Japón, Hypnotic Underworld. ¿2004? ¿Japón? ¿Qué carajos? No es una banda de revival, no se dedican a los covers, a la nostalgia. Es curioso. Retoman algo de principios de los 70 y lo traen al ayer. Los 80 están ya (o todavía) lejos, y hoy es un buen día de 2004, con música de 2004, con gente de 2004. Claramente no siento lo mismo que algún superviviente de esa época de los 70, que recuerde con pasión aquello que escuchaba con la misma vitalidad que lo condujo a abrir los ojos ese día y dejarse llevar hasta el fin del universo. Pero en algún nivel estamos conectados, en algún segundo de "Hazy Paradise" él o ella se hacen nuevos y yo me hago de su supuesta antigüedad. No hay nostalgia. Convivimos ayer, en 2004, y sonreímos juntos como lo hubieramos hecho en 1971, como lo haremos en el 2010. Esas cosas me imagino cuando al fin decido ya dejar el pensamiento atrás.
No conozco las circunstancias bajo las cuales Gustav Mahler escribió su décima sinfonía, inconclusa, en 1910. Sólo existe el primer movimiento completo, y la grabación que estoy escuchando es originalmente de 1966, bajo la dirección de Leonard Bernstein. Todas esas tonterías importan porque escuchamos música que tiene ya no sólo décadas de edad sino siglos, interpretada por seres humanos que no son, en lo más mínimo, contemporáneos al imaginario que las produjo. Con relativo mecanicismo estas obras salen una y otra vez a relucir entre los públicos de diferentes tiempos, los cuales las reciben de distintas maneras. Mahler ya es un maestro reconocido, así que básicamente cualquier cosa que toquen de él va a ser bien recibida. El tiempo va consagrando a los compositores. En general no se conoce a Scott Johnson, pero todo el mundo ubica a Mahler, aunque sea en nombre. La décima sinfonía me deja inmerso en una cierta atmósfera esperanzada cuyo fondo es un mar gris... y ni siquiera puedo imaginarme una comparación con un hombre o una mujer de 1910, porque la obra nunca se estrena hasta que se graba en ve tú a saber qué disco, si no es que esta versión de 1966 que ahorita está tocando mi computadora. ¿Qué significa esta obra para mí? Nada. Me gusta, ciertamente, pero ya no encuentro sus palabras. Y si las fuerzo, entonces estoy matando a la música, la estoy atando a la hoguera de mi loco anacronismo. Mahler nunca habló entre nosotros; Scott Johnson habla para nosotros. Escuchar a Mahler (y cualquier compositor que no se acerque a nuestro tiempo) es, por lo tanto, extraño... se necesita tener una cierta actitud para ello. Porque, primero, pasa por el filtro cultural. Después y dentro de éste, por el de los intérpretes. Después, por el del ingeniero de audio. La situación se complica, tal vez innecesariamente. Por eso tal vez los chavitos tengan razón: la música clásica es aburrida, incomprensible, y obsoleta. Es un gusto adquirido. Y, a pesar de todo, esos mismos chavitos (pero no sólo ellos, yo también, todos) se regocijan en la repetición interminable de sus canciones "populares", son los primeros (ahora sí, ellos) en poner cara de "¿qué pedo?" cuando les muestras lo cercano a hoy, a Harry Partch, y sin irnos tan atrás, a Elliot Sharp, a Unsuk Chin. Supongo que tendré que conformarme con la idea de que de alguna forma toda esa música sigue vigente y viva, más allá de la notable influencia que ejerce sobre la que se compuso inmediatamente después, hasta nuestros días. Se acaba rápido, la décima sinfonía de Mahler. Pongo algo de Duke Ellington, y me pregunto exactamente las mismas tonterías.
Vínculos:
Paths, el primer disco de Mountains Became Machines, completo.
Hypnotic Underworld, de la banda japonesa Ghost.
sábado, 5 de abril de 2008
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